Michèle Petit lee La Odisea de Homero

La hospitalidad de La Odisea

 

… y cuando quiero novedades, leo a los clásicos

Eduardo Dayan

La Odisea habría que cantarla, bailarla, decirla con una voz bella. Tal como se hizo durante siglos, cuando aún no se transmitía en forma escrita. ¿Alguien me la contó? No tengo ningún recuerdo de ello. Seguramente en mi infancia leí algún libro ilustrado que narraba la epopeya de Ulises, porque recuerdo la imagen de Penélope deshaciendo su obra por las noches, mi asombro porque nadie sospechaba de su treta y mi temor a que fuera descubierta. Y luego ese arco que ninguno de los pretendientes lograba tensar, y mi preocupación ante la idea de que alguno de ellos pudiera hacerlo.

 

Como si lo que estuviera en juego fuera el destino de mi propia familia. No sé muy bien a partir de cuándo y por qué amé la Odisea, pero tengo la impresión de que siempre ha estado allí.1 Y durante toda mi vida he recorrido el mar Egeo. Pero ¿podemos decir que los mitos de Homero son “clásicos para jóvenes”? En la isla de Quíos, todavía hoy, se muestra la piedra donde, según se dice, se instalaba el aedo para recitar sus versos a los niños. De hecho, para el siglo VIII a.C. esos versos tal vez eran más bien cantados frente a hombres ricos y poderosos. Sin embargo, los niños se reconocen en ellos con una gran facilidad pese a que no incluyen a ningún personaje de su edad. Una directora de escuela me contó que un día, mientras leía en voz alta el episodio en el que Ulises pasa años junto a Calipso, un muchacho comentó que su padre, a semejanza de Ulises, había abandonado a su madre para irse a vivir con otra mujer. Los

amores de Ulises y Calipso le ofrecieron una representación distanciada, estética, legítima, compartida, de su historia familiar, y le permitieron objetivar un poco sus tormentos. También provocaron un debate espontáneo entre los niños, quienes pasaron revista a las diferentes formas de familias contemporáneas: recompuestas, polígamas, monoparentales, homoparentales, etc.

 

Pienso también en esas vacaciones en las que leí la Ilíada a la hija de una amiga, de nueve años de edad, en la versión que nos ofreció Baricco. Antes dudé un poco. No ignoraba que en cada página el tema era la guerra, y que en ella abundaban los detalles horribles. Sin embargo, nunca un libro le encantó y le apasionó tanto. Maravillada, al final me preguntó si existían otras Ilíadas y dónde podía encontrarlas. Poco después, mientras discutía con una de sus amigas que se quejaba del comportamiento violento de sus primos, la oí decir, desde la estatura de sus nueve años: “Pero ¿no se les ha ocurrido que si leyeran se tranquilizarían?”

 

Ella había redescubierto lo que el psicoanalista Serge Boimare observó trabajando con niños que se negaban, a veces de manera violenta, a aprender cosas en la escuela: los mitos antiguos son una de las mejores fuentes en las que se puede abrevar para encontrar metáforas que permitan filtrar y simbolizar los fantasmas más arcaicos que resurgen en ellos con la lectura, el aprendizaje y el pensamiento. En los mitos de Hesiodo o de Homero, las inquietudes primarias, ya sea que tengan que ver con los orígenes, la muerte, la sexualidad, la ley o el deseo, tienen derecho de expresión; pero la violencia de las pulsiones está contenida, desactivada. Además, los horrores de la guerra y de las masacres son transmitidos sin alegría, sin complacencia. La brutalidad nunca es algo que se enaltece.

 

Podría sorprendernos el hecho de que las niñas se reconozcan en ellos con la misma facilidad que los niños. La ciudad griega era un club de hombres del que estaban excluidas las mujeres. ¿Sucedía algo diferente en la época de Homero, antes de la civilización clásica? Telémaco despacha a Penélope a su rueca sin miramientos y ella es la imagen misma de la fidelidad conyugal y la relegación, mientras que Ulises no se priva de ningún placer con las mujeres que encuentra. Y sin embargo, en la Odisea las mujeres están muy presentes: las que Ulises encuentra en el Hades (entre ellas su madre), Helena transformada en maga bienhechora, Nausícaa, la nodriza, las sirvientes –fieles o infieles–, Penélope… por no hablar de la ninfa Calipso y de las diosas Ino-Leucotea, Circe o la curiosa Atenea, un tanto cuanto varonil, que se traviste a la menor oportunidad en Mentor, en pájaro, en príncipe joven, en niño. Richard Bentley, uno de los fundadores de la filología moderna, sugirió incluso que la Odisea había sido compuesta para un público femenino. Por su parte, el escritor Samuel Butler pensaba que había sido escrita por una muchacha siciliana. “En la Odisea, es como si todo el mundo femenino estuviera desdoblado, de algún modo, en acogedor y peligroso”, escribe Pierre Vidal-Naquet.5 Las Sirenas, al igual que Caribdis y Escila, son unas temibles destructoras. Circe o Calipso despojan a los hombres de su identidad, transformándolos en cerdos o tratando de hacerles perder hasta el menor recuerdo, el menor punto de referencia. Pero Nausícaa, después la vieja nodriza y, sobre todo, Penélope le permitirán a Ulises reencontrar lo que es. Él necesita a su esposa tanto como ella a él. Y en la isla donde Calipso lo retiene como rehén, pasa los días a la orilla del mar, entregado a su nostalgia… al menos cuando la ninfa ha dejado de gustarle: “…lloraba sobre el promontorio en el que pasaba sus días, con el corazón destrozado por lágrimas, suspiros y tristeza…” Porque Ulises llora en varias ocasiones durante su periplo, y a él, el “enojado”, como a veces se ha traducido su nombre (Ὀδυσσεύς), se le compara incluso con una mujer cuando le pide cantar a un aedo la historia del caballo de Troya, su historia: “Ulises se sintió desmayar, lágrimas manaban de sus párpados y rodaban por sus mejillas /Tal como una mujer llora abrazada a su marido…”

 

Existe ya la idea de que la literatura permite a los hombres sacar a la luz su parte sensible, “femenina”. El aedo le restituye la verdad y la emoción de lo que vivió, y es después de haberlo oído cuando Ulises abandona su disfraz, regresa a sí mismo, se nombra y cuenta. Fue necesario que otro le devolviera su experiencia de manera poética para que él pudiera, a su vez, hacer el relato de ella. Una observación muy antigua que muchos mediadores de lectura redescubren, día tras día, en especial cuando trabajan con gente que vivió una guerra, una catástrofe, un traumatismo: lo que está en nosotros debe primero encontrar cómo decirse en el exterior, y por caminos indirectos, para que podamos estar instalados en nosotros mismos. Para que secuencias enteras de lo que hemos vivido no permanezcan enquistadas en zonas muertas de nuestro ser. Para que podamos, finalmente, dar testimonio de ellas.

Ulises, tan viril y tan “femenino”, mientras que cantidad de otros héroes son sólo músculos y caparazón: ¿es esto lo que permite tanto a niñas como a niños reconocerse en su epopeya? En mi caso, se debe tal vez a que está dotado de mètis. La mètis es esa forma de inteligencia astuta que los helenistas relegaron a la sombra durante mucho tiempo,

hasta que Marcel Détienne y Jean-Pierre Vernant develaron sus trucos: “ese tipo particular de inteligencia que, en lugar de contemplar las esencias inmutables, se implica directamente en las dificultades de la práctica”.9 Es la del pescador que se vuelve tan ondulante como el pulpo, la de Menelao deslizándose en la piel de una foca para vencer la magia del hechicero Proteo… Esa inteligencia tiene mucha relación con el arte del marino, obligado a avanzar al tanteo, en connivencia con una realidad inestable y múltiple. Es expedita, flexible, curva, oblicua, y resulta ser más preciosa que la fuerza para hacer frente a lo imprevisto. El hombre o la mujer que están dotados de ella atrapan la ocasión al vuelo, el kairós, el momento oportuno. La Odisea le deja la mejor parte a esa inteligencia: Atenea recurre a ella en todo momento y Ulises, su protegido, es el polúmetis, la astucia hecha hombre, el polútropos, el de los mil ardides. El arte de los ardides y de los rodeos está en el corazón mismo del poema, ya se trate de regresar a casa, de salvar la vida o de

contar, de hablar.

 

Platón, por su parte, condenará la mètis, del mismo modo que expulsó a los poetasde la Ciudad, en nombre de una Verdad única, propia de la Filosofía, que marca una ruptura entre el ser y el devenir, lo inteligible y lo sensible, ruptura de la que hasta ahora no nos hemos repuesto.

 

Y sin embargo esa otra Grecia, más antigua, sigue acompañándonos. Han pasado más de treinta siglos y el viaje de Ulises no ha dejado de ser retomado, reinterpretado, en los más grandes textos de la literatura occidental, de Virgilio a Dante y Joyce. “Podemos seguir la huella de la Odisea a lo largo de toda la Edad Media y del Renacimiento, a través

de la novela isabelina, la novela francesa y la picaresca española”, escribe Pierre Vidal- Naquet, quien precisa: “Incluso el Don Quijote de Cervantes sería impensable si no hubiera existido, en un tiempo lejano, el narrador irónico de la Odisea”. Más cerca de nosotros, pienso en el célebre poema Ítaca, de Constantino Cavafis, que termina con las siguientes palabras: “Ítaca te ha dado un bello viaje. / Sin ella nunca lo hubieras emprendido. /Pero no tiene más que ofrecerte”.11 Para Cavafis, el objetivo de Ulises no es recuperar lo más pronto posible a su esposa, a su hijo, su trono, su tierra natal, a pesar de los terribles obstáculos que marcan su travesía. Es el viaje mismo lo que le resulta esencial, lo que constituye la razón de ser de su regreso. Y los monstruos que Ulises encuentra a su paso son los que él mismo lleva en su interior. Porque “dentro de nosotros, desde siempre, habitan Lestrigones y Cíclopes. Y es importante confrontarlos y vencerlos, ya sea borrándolos o integrándolos a nuestra vida”

 

La Odisea es un canto de vida. En el país de la noche, residencia de Hades, Ulises se topa con Aquiles, quien le dice lo contrario de lo que proclamaba la Ilíada: en lugar de una vida breve y gloriosa, habría preferido una vida larga aunque sin gloria, como la del sirviente de un campesino. Pero Ulises se negará a ser metamorfoseado en dios cuando Calipso se lo propone, y elegirá seguir siendo humano. Un hombre que no se visualiza jamás vencido, que siempre imagina una salida, un rodeo para sortear las pruebas más temibles. Un hombre curioso de todo, “que debe acordarse, pero también el hombre que quiere ver, conocer, experimentar todo lo que el mundo puede ofrecerle, incluso ese mundo infrahumano al cual fue arrojado”, como dice Jean-Pierre Vernant

 

Es su canto lo que aparece en la mente de Primo Lévi, deportado a Auschwitz en 1944: “El canto de Ulises. Quién sabe cómo y por qué me vino a la mente”. Mientras Lévi y su compañero se encargan de llevar la sopa, le recita y le cuenta la versión que hizo Dante.

 

Por los mismos años, Robert Antelme es deportado también. Un día, Gastón, uno de sus compañeros, le dice: “El domingo habrá que hacer algo, no podemos quedarnos así. Hay que salir del hambre. Hay que hablar con los amigos. Hay algunos que se derrumban, que se abandonan, que se dejan morir”. Gastón les pide a los prisioneros que traten de

recordar poesías. Por la noche, cada quien en su colchón de paja trata de hacerlo. Transcriben los poemas en pedazos de cartón que encuentran en la tienda de la fábrica. Cuando llega el día, el primero en recitar, Francis, subido en un caballete, evoca… a Ulises, en el poema de Ronsard: “Dichoso quien, como Ulises, ha hecho un bello viaje…”

 

Ulises, nuestro antiquísimo y tan joven compañero. El Mediterráneo es, para mí, el más bello de los mares. Cuando empecé a viajar por Grecia, amé todo lo que me rodeaba: el mar, las islas, a sus pobladores, su lengua, su música, su increíble hospitalidad. Recuerdo un verano, hace más de cuarenta años… A todo lo largo del camino que llevaba a la playa, las campesinas nos convidaban a sus campos. La primera ofrecía higos, albahaca, una brizna de jazmín. A cambio, esperaba respuestas a sus preguntas, las mismas que se hacen a los visitantes durante toda la Odisea: “¿De dónde vienes?”, “¿Cómo te llamas?” En el campo siguiente, la vecina quería, a cambio de algunas flores, que uno le contara de dónde venía. Y así por el estilo. Para poder tener con ellas, como lo solicitaban, “una pequeña plática”, aprendí su lengua. Las islas egeas me adoptaron, tal como lo han hecho con generaciones de extranjeros, del mismo modo que los poemas de Homero, que tanto celebran la hospitalidad, acogen desde hace milenios a los hombres y las mujeres que los leen o escuchan.

 

Cuando nado en el mar Egeo, me baño en cantos, oigo sirenas. El mar está lleno de historias, y basta tener el ojo un poco entrenado para desenterrar pedazos de ánforas. Las riberas, las montañas, las aldeas, están igual de pobladas que el mar de leyendas y de poesía. Y en buena medida es a Ulises y a sus compañeros míticos a quienes les debo esto, así como a los grandes poetas griegos del siglo XX: Seferis, Elitis, Cavafis, que han hecho vivir toda esta mitología.

Debo confesarlo: los demás mares me aburren un poco. No me dicen nada, nadie me los ha presentado. Porque ésa es la cuestión: los mitos, fábulas, leyendas, poesías que nos son transmitidos, nos presentan al cielo, al mar, la montaña, la ciudad. Y más tarde, cuando nos paseamos, ellos nos cuentan historias. Ésta es una de las grandes funciones de la literatura que se dirige a los niños: interponer palabras e imágenes entre ellos y el mundo para que éste sea acogedor, habitable. Ella les permitirá también domesticar un poco a los Lestrigones y a los Cíclopes que se cruzarán por su camino, al realizar el bello viaje.

 

Ἄνδρα μοι ἔννεπε, Μοῦσα, πολύτροπον, ὃς μάλα πολλὰ

πλάγχθη, ἐπεὶ Τροΐης ἱερὸν πτολίεθρον ἔπερσεv·

πολλῶν δ’ ἀνθρώπων ἴδεν ἄστεα καὶ νόον ἔγνω,

πολλὰ δ’ ὅ γ’ ἐν πόντῳ πάθεν ἄλγεα ὃν κατὰ θυμόν,

ἀρνύμενος ἥν τε ψυχὴν καὶ νόστον ἑταίρων.